Obsolescencia programada, Robert Montilla

En la Aurora consurgens de la tradición alquímica dice: “sácale el alma y vuélvesela de nuevo, pues la ruina y la destrucción de una cosa es el engendramiento de la otra”. Suele el común de las personas, al referirse a la destrucción, pensar en el fin de algo. Sin embargo, en la alquimia como en el arte los límites son inherentes a los procesos de transformación. De ahí que no resulta extraño el carácter ambiguo de muchos conceptos y representaciones simbólicas. En este sentido, el metal puede ser visto en su esencia como una manifestación de la fragilidad de la naturaleza humana y un principio vital de la existencia. Es lo que encontramos en la propuesta Obsolescencia programada del artista venezolano Robert Montilla.

En los barrios ⎯chabolas, favelas⎯ latinoamericanas el zinc es el mineral que recubre el paisaje. Le da refugio a la comunidad ⎯ “mi techo”⎯ y, a la vez, se convierte en una amenaza parlanchina que habla sobre la posibilidad de quedarse sin nada, “en la calle”. De ahí su maleabilidad simbólica, es decir: su posibilidad de proponer en un mismo gesto las opciones de la vida y de la muerte, la permanencia y el cambio, la debilidad y la dureza.

Las láminas yuxtapuestas en las obras, muchas de ellas provenientes de casas de familias identificadas en el título, exponen sin discernimiento fragmentos oxidados y conservados, con y sin pintura, lisos y rugosos. Ellas son las cicatrices de las penurias y las huellas del esfuerzo. Están dispuestas a modo de paisajes orgánicos cuya composición favorece lo coral y lo polifónico. Múltiples voces agrupadas de forma tal que ninguna adquiere sentido sin la otra. Como en el barrio, su energía emana de todos sus sonidos que transitan por el espacio a la vez. El canto de estos coros polifónicos de metal es interior y exterior, pues además de involucrarnos, a quienes vemos desde la distancia, resguardan dentro de cada lámina la energía de su origen: la vida de la comunidad.

El título de la muestra nos remite a un fenómeno del mundo industrial-tecnológico. Sin embargo, aquí adquiere un significado particular. En verdad a uno doble. Una parte de él recorre los vaivenes de unas vidas frágiles, condenadas a la precariedad. Para las sociedades modernas (y en ese sentido continuamos siendo modernos), estas “vidas de hojalata” siempre están programadas para desaparecer, son lo provisional y lo desechable. Su otra parte, apunta a una condición del arte contemporáneo: solo tenemos el instante. En este otro sentido, el título es una ironía pues hace del límite de la obsolescencia el principio gracias al cual sobrevive la comunidad: desprogramar la desaparición y continuar creciendo. ¿Cómo es esto posible? Los fragmentos adheridos unos a otros por capas son una metáfora de ello. Cuando algo ahí se comienza a vencer no es suprimido sino aumentado con otra capa ⎯parche⎯ que lo cubre. Tal como ocurre en la naturaleza ⎯principio de la vida⎯, ella aumenta desde su propio orden orgánico.

En el trabajo de este artista las formas y el uso de los materiales no provienen solo de criterios racionales, en ellos habita también la conmoción. Por eso su afinidad con los procesos alquímicos. La labor del alquimista aquí no es literal sino mágica, no se trata de señalar sino de hacer aparecer. El arte genera una conmoción para sacarle el alma al lugar y devolvérsela de nuevo en forma de obra. Y lo logra justo porque pone en evidencia lo que todos consideran secundario. Así, consigue transmutar, de manera prodigiosa, la obsolescencia en fe de vida.

Humberto Valdivieso

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